La fábula, pequeño relato en verso o en prosa destinado a ilustrar un precepto, constituye todo un género literario cuyas características serían definidas y perfiladas por los griegos, un pueblo que, en opinión de H. Taine, ha pensado tanto, tiene su espíritu tan bien hecho, que sus conjeturas se han encontrado muchas veces con la verdad. Sin embargo el origen de la fábula se remonta a las fábulas mesopotámicas llegadas a Grecia hacia el 2.500 A.C. y posteriormente a la India. Ambas vías, greco-latina e india, constituirán tradiciones que posteriormente contactarán con la Edad Media a través de traducciones árabes.

A pesar de que Esopo pasa por ser el divulgador de la primera colección de fábulas, no nos ha llegado nada de él -incluso su existencia es controvertida- y sus fábulas las conocemos por colecciones posteriores. En todo caso Esopo, a quien la tradición atribuye condición de esclavo de origen frigio, es autor conocido desde muy antiguo y constituye el primer modelo conocido y divulgado. (Julián Gállego dice que) fue primeramente esclavo, luego liberto y muerto por los vecinos de Delfos. Herodoto sitúa su vida entre 570 – 526 a.C. y Aristófanes lo cita como un referente habitual en sus comedias.

De naturaleza ficticia y alegórica, la fábula es un recurso de oradores para lograr la persuasión y no pretende tanto ofrecer un suceso irreal y no creíble, generalmente en el mundo animal, cuanto presentárnoslo por lo que este suceso simboliza a manera de meditación sobre el mundo de los hombres. Intercalada entre géneros como la comedia, por contraposición a la literatura épica, por ejemplo, con el paso del tiempo la fábula, por su formato y su facilidad, servirá a las distintas escuelas filosóficas –estoicos, cínicos- para la educación de los jóvenes, dado su alto valor moralizador y persuasivo. En todo caso, las fábulas de Esopo se caracterizan por la brevedad y la sencillez y se utilizarán, junto con las de Fedro, en materia de enseñanza dentro de una moral laica que esencialmente pretende enfatizar actitudes vigilantes ante la vida.

Así Fedro, en el siglo I, habla de enseñar deleitando:

Duplex libelli dos est: quod risum mouet

et quod prudenti uitam consilio monet

De manera que serán presentadas cumpliendo a la perfección la máxima horaciana del utile dulci, como testimonia el gramático y retórico latino Quintiliano (siglo I) y, ya en la Edad Media europea, muestra un Petrarca complacido al recordar sus primeras experiencias escolares.

Para F. Rodríguez Adrados, en las fabulas “El poderoso se impone, sean cualesquiera las razones del débil (…) Pero el débil puede ser superior en ingenio y triunfar con el engaño o la astucia. Y hay crítica y burla de la vanidad, la tontería, la codicia”. Según esta tesis, se comprende mejor por qué la fábula despierta más o menos interés en determinadas épocas históricas y grupos como los cínicos en la Grecia clásica y, como veremos más adelante, los ilustrados y liberales españoles del XVIII y XIX. Sobre todo habida cuenta de que la fábula, por sus características tan específicas, a pesar de ser utilizada para señalar abreviadamente los vicios humanos y también como método de primer adoctrinamiento escolar, no tiene necesariamente en el mundo infantil a su mejor público, puesto que en muchos casos será vía de procacidad y cinismo y en consecuencia mucho más adecuada para un público adulto.

Velázquez y Esopo

“En la Edad Media………fueron incrementándose paulatinamente las colecciones de fábulas esópicas.(…..) La literatura romance en la Península Ibérica ofrece buen campo para este espíritu fabulístico, y así puede apreciarse, por poner un solo ejemplo, en los varios apólogos insertos en el Libro del buen amor de Juan Ruiz”.

Sin embargo, la fábula como género había sido despreciada, cuando no ninguneada, por los tratadistas literarios hasta bien entrado el siglo XVII. Pero conviene recordar que Velázquez había vivido en el barroco, un período en el que el arte es teatral y artificioso, en el que nada era lo que parecía.

Según López Rey “El empleo de fábulas griegas a lo largo de la vida de Velázquez, hasta el final mismo de su vida, es tan reiterado que, fuera cual fuese la parte correspondiente al capricho del rey, no puede suponerse que estuviera animado fundamentalmente por un sentimiento de ironía y de crítica destructora, como no pocas veces se ha afirmado”.

Felipe IV había reunido en la Torre de la Parada a una serie de grandes artistas, de acuerdo en lo esencial con la creencia de que las gentes de talento no tienen nunca más talento que cuando están juntas. Y a tal fin, lo mismo que Rubens con sus Saturno, Vulcano y Ganímedes adornaban alguna de las estancias, el pintor flamenco Paul de Vos –cuñado de Snyders- también había participado en la decoración de la Torre ilustrando, precisamente, varias fábulas de Esopo, y probando una vez más que la fábula, como consejo o amonestación, sirve tanto para la literatura como para cualquier otra actividad artística.

Para J. Brown es igualmente posible que el Esopo y Menipo fueran la respuesta de Velázquez a otra pareja de lienzos de Rubens, Demócrito y Heráclito, que colgaban en el mismo edificio. Porque en la literatura clásica, Esopo ocupaba un lugar también como crítico de la vida apolínea o cultivada y no solamente como fabulador. Y en el contexto de la residencia de caza de los montes del Pardo, el retrato de Esopo junto con el del cínico Menipo, a su vez despreciador de la gravedad filosófica y exaltador de la sabiduría del hombre corriente, serían como los santos patrones de la vida sencilla.

En conclusión, Julián Gállego apunta que parece plausible que en un pabellón de esparcimiento -por más que la caza fuera un arte regio que preparaba la guerra-, se admitiera una decoración miscelánea en la que la sátira de la cultura antigua, tan evidente en el Siglo de Oro en la literatura como en la pintura, tuviera un lugar adecuado. Porque “si Demócrito, el que se ríe de todo, y Heráclito, el que toma todo como causa de llanto, se prestan a menudo a la sátira española, Esopo, que alecciona a los humanos por su semejanza con las bestias, o Menipo, en su cínica posición, tampoco estaban de más”.

Menipo y Esopo de Velázquez

Menipo Diego Velázquez, 1639 – 1640 Oleo sobre lienzo 179 x 94 cm. Museo del Prado, Madrid, España Esopo Diego Velázquez, 1639 – 1640 Oleo sobre lienzo 179 x 94 cm. Museo del Prado, Madrid, España

Los velazqueños Esopo y Menipo constituyen, por otra parte, característicos tipos pictóricos del siglo XVII en el que, como hará José de Ribera con su Demócrito, emplean a venerables figuras de la Antigüedad vestidas con harapientas ropas del XVII, con objeto de encontrar una forma ingeniosa de compendiar sus temas e ideas esenciales.

Pero él (el vendedor) no podía vestirle ni adecentarle como es debido, pues era un tipo grueso y completamente deforme, así que le vistió con una túnica de arpillera, le ató una tira de tela a la cintura y le colocó entre los dos bellos esclavos.

(De la leyenda biográfica de Esopo en la que se le pone a la venta con otros esclavos).

Finaliza J. Brown su ficha del retrato afirmando que nadie ha superado los resultados que obtuvo Velázquez cuando se acercó a éste especial género. Esopo, hombre de edad avanzada y rostro blando y cansado, lleva en una mano un estropeado libro e introduce la otra en la cintura del amplio paño que le sirve de poco favorecedor vestido. En la parte izquierda del lienzo aparece un cubo con un trozo de cuero que cuelga por fuera del recipiente, discreta referencia a la fábula en que un hombre vecino de una curtiduría acaba aprendiendo a tolerar los nocivos olores del cuero.

Ante un asunto imaginario como el de este lienzo, el pincel de Velázquez remonta el vuelo y transmite una sensación de sólida estructura, pero lo hace mediante unos tenues y nebulosos efectos de luz, de una extraordinaria delicadeza. Los rasgos faciales están conseguidos a base de pinceladas sumamente ligeras, y luego las luces son fragmentos irregulares de empaste de blanco de plomo. En el cabello de Esopo pueden apreciarse breves pinceladas y motas de pintura que le dan ese aspecto de encrespado y tieso.

En definitiva, Velázquez no logra finalmente una obra de la imaginación sobreexcitada, sino de la razón lúcida. Está hecha para durar por sí misma y sin ayuda, como tan genial y acertadamente sabrá captar Francisco de Goya cuando, mucho tiempo después, realice las primorosas reducciones de los cuadros de Velázquez que posee la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País.

Continuará…

Gonzalo de Diego