Hay cuadros que valen por toda una exposición. Y que no siempre son los que en ocasiones vemos, aislados, en los museos; pero hay excepciones a esta regla, como cuando nos traen a casa el “Inocencio X” de Velázquez. Hace unos pocos años, ese retrato inaudito visitó temporalmente el Museo Nacional del Prado. El problema, en casos así, es hacer cola o buscar la recomendación para lograr verlo con mayor tranquilidad, sobre todo si vives fuera de Madrid. O acordar fecha y hora….. que se reduce a ¡cinco minutos! y en grupo. Son los problemas derivados del marketing de la cultura de masas.

 

InocencioX

Retrato de Inocencio X
Oleo / lienzo, 140 x 120 cm. Diego Velázquez, Agosto de 1650, Galería Doria Pamphili. Roma (Italia)

Cabe el consuelo de viajar a Roma, o de aprovechar un viaje allá, para acercarse por el Corso hasta el número 305, muy cerca de la Piazza Venezia y entrar por un pasaje relativamente bien señalizado al excepcional Palazzo Doria-Pamphili, que alberga a la también conocida como Galería Doria-Pamphili. Allí, un día de labor y a una hora cómoda, pongamos a media mañana, tiene uno la inmensa fortuna de llegar, casi en solitario, al camarín que lo alberga y que fue construido ex profeso en el siglo XIX. Allí está el Inocencio X (nacido Giovanni Battista Pamphili) de Velázquez, realizado en el verano de 1650, en compañía únicamente del busto que le ejecutó Bernini. Y está para uno sólo, si tienes esa fortuna. Nadie va a importunarte; nadie vendrá a “empujar” para que termines y te vayas. Nadie te dirá, ¡qué horror!, que tus 5 minutos se han terminado. Puedes estar media hora o más tiempo y disfrutar de tan increíble fortuna. Podrás meditar el arte como pocas veces en la vida. Y ante semejante magnitud, la pregunta: ¿cómo creer que el pintor de un cuadro como éste no había alcanzado todavía su cumbre? ¡claro que la alcanzaba!. Terminado el festín y renovados internamente por tal ilusión creadora, después de todo, al despertar de la meditación y del sueño del tiempo y salir al Corso, sólo una buena Osteria o Trattoria logrará atemperar debidamente la “vuelta al mundo”, y si has elegido bien, a tu reconfortado espíritu.

Semejante “exposición única” ¿sería visitada por Goya?; ¿vería el aragonés esta maravilla de retrato?. Lo ignoro, pero debió verlo; máxime conocida la admiración de Goya por su compatriota Diego Velázquez. Y porque allí estaba Goya , en la Roma de 1770, cuando realizó su viaje a Italia, a la manera del buen y aplicado artista europeo en su particular grand tour. No tiene más que 24 años. Esto supone, según la ley común de la época, 26 años todavía por sufrir. Pero como se trata de un prodigio genético, le restan todavía, en realidad, 58 años de arte meditado.

Escribe Katharina Hegewisch. “el arte sitúa un espejo frente al individuo ante quien aparecen el reflejo de sus nostalgias, de sus problemas, de sus angustias y de sus utopías; vuelve lo privado público y permite vivir experiencias por procuración. Funciona como un sismógrafo que registra las fluctuaciones de la existencia; nos obliga a mover, desasegura, excita y provoca. “ (l’Art de l’exposition, Ed. Du Regard. Paris. 1998).

Pues bien, a día de hoy por poco aficionado a las bellas artes que seamos, todos hemos visitado exposiciones que quedaron grabadas en nuestra retina y memoria, y otras que rápidamente fueron olvidadas, justa o injustamente. Y añade Hegewisch que “cada uno recibe el arte de manera diferente. Saber si una exposición será percibida como un templo, un infierno o una feria, si se transformará en triunfo o en fiasco financiero, esos son los elementos sobre los que no se puede influir más que parcialmente. El éxito es un concepto relativo, que para el organizador se define de manera diferente que para el artista o el público.”

Como decíamos más arriba, hay cuadros que valen por toda una exposición, pero quizás tan importante, o más, es saber reunir las obras de arte y darles un valor añadido si ello fuera posible. Se trata de una plusvalía intelectual y moral que se constituye en un derecho inalienable. Me refiero a aquellos comisarios de exposiciones con criterio expositivo que saben cómo hacerlo; tienen esa capacidad, esa nobilísima virtud que les hace responsables del contenido y de la forma de la exposición, así como de la puesta en escena. Ciertamente también los hay, por infortunio, cuya gracia reside en lugares innombrables del cuerpo humano y que nos proporcionan la desdicha de componer auténticos bodrios, confeccionados a base de buenas obras de arte o, peor todavía, en extrañas macedonias de buenas y malas obras. Sí, es toda una desgracia que ciertos bien intencionados pero poco hábiles mecenas encomienden torpemente, a personajes de segunda categoría, tareas que en lugar de procurar buenos ejemplos terminen convirtiéndose en el canon de lo repudiable. En el mejor de los casos será una triste pérdida de tiempo, y de dinero, que van directos al olvido.

Somos testigos involuntarios de casos así y lamentamos la extrema insuficiencia y el cómo algunos disponen las cosas completamente al revés; como nunca debió hacerse, ni siquiera intentarse. Y nos preguntamos ¿cómo se le ocurre semejante majadería a este genio? ¿pero dónde tiene los ojos?. Y ni siquiera consuela saber que no sólo ocurre con las exposiciones, también en el cine, en el teatro, en la edición y en tantas otras disciplinas o situaciones ácidamente llamativas.

Regresando a la colección Doria-Pamphili, desde el XIX cuenta con el camarín construido sólo para albergar el famoso retrato velazqueño y parece ser que desde el siglo XVIII hay en esa benemérita institución un documento que detalla con precisión la colocación que debe tener cada cuadro, según criterios de simetría y afinidad estilística. ¿No está mal, no?. Pero tampoco se pueden pedir peras al olmo, ni fórmulas que proporcionen métodos infalibles. El libre albedrío, la coincidencia afortunada, el sentido de la proporción, el número aúreo, el ojo entrenado, la visión espacial, el conocimiento del artista y su obra, la veteranía, la simetría, el tiempo, la vocación bien dirigida, el saber asimilado, la virtud de distinguir, el gusto, la oportunidad, los guiños de la inteligencia, la orientación, los sentidos bien entonados, el olfato, la vista, la meditación del arte, el oído, la afinidad estilística, la iluminación, el significado del color, la forma y la proporción, la sensibilidad, el contorno, la humedad e incluso el magnetismo….. objetiva y subjetivamente valen y son utilizados simultánea y sucesivamente por quienes pueden y quieren hacerlo. Y podríamos añadir más y más condicionantes presididos por el estudio y la buena educación, pero citado el magnetismo, aunque pueda estar sacado de contexto, permítaseme destacar un párrafo que me ha conmovido del libro “Señor del mundo” , de Robert Hugh Benson (Ediciones Cristiandad. Madrid, 2013) . Dice así:

……….“Gradualmente se dio cuenta de que esta muchedumbre era como ninguna otra que hubiera visto. Para su sentido interno, parecía que presentaba una unidad mayor que cualquier otra. Notaba magnetismo en el aire. Algo así como la sensación de que estuviese en proceso un acto creativo, por el cual millares de células individuales estuvieran siendo amalgamadas más y más cada instante en un enorme ser sensitivo con voluntad, emoción y conciencia. El clamor de las voces parecía tener sentido tan solo como las reacciones del poder creativo que se expresaba a sí mismo.”

Sí, esas muy pocas obras de arte aisladas del mundo; esas exiguas exposiciones cuya coherencia interna emite magnetismo, emociones y espiritualidad manifiesta; que ciertamente las hay, que pueden verse y disfrutarse; que enseñan coraje intelectual y muestran la audacia de sus organizadores y que son lo que ejemplarmente distingue a unos museos de otros, a unas instituciones de otras, a unos mecenas de otros, a unos comisarios de otros. Pero no es preciso eliminar de un brochazo todo lo que no alcanza la excelencia. Basta, y sobra, con no decir al mundo: mirad, mi obra, mi exposición es maravillosa, ejemplar y magnífica. En lugar de deplorar su extrema insuficiencia y pedir muy humildemente perdón. Basta con un mínimo de prudencia, de modestia, de humildad ante un trabajo bien intencionado; sobra toda soberbia. Los grandes lo saben y practican. Los que no lo son, para nuestra desgracia, todavía lo ignoran. No nos dejemos confundir.

 

Gonzalo de Diego