Tengo en mi biblioteca un Breviario editado por el Fondo de Cultura Económica, publicado en México en 1957. Su autor, Herbert Read, trata de la función del arte en el desarrollo de la conciencia humana. Un asunto que me llamó la atención en su momento y que pude adquirir en la mítica librería y galería de arte Libros, de Zaragoza. Para mí, una joya de ensayo.

Ya en el prefacio su autor cita a Cassirer. El arte, el mito, la religión, el conocimiento, “todos viven en mundos especiales de imágenes, que no sólo reflejan lo empíricamente dado, sino que más bien lo producen de acuerdo con un principio independiente”. Y añade Read que las imágenes, una vez creadas, son eternas o cuando menos duran mientras tengan agudeza sensorial. Pero mucho depende de nuestra habilidad para crearlas y de su resistencia, que es ciertamente lo que implicamos con la palabra “progreso” en el mundo de las ideas, pero las aprehendemos en la contemplación de las imágenes.

En el genial universo de Goya hay un cuadro, “La última comunión de san José de Calasanz”, que me sirve de ejemplo más que adecuado para reflexionar sobre la cuestión. Goya fue en su infancia alumno de las Escuelas Pías, -fundadas por el santo Calasanz- y no cabe duda de que sería indeleblemente señalado en su espíritu por la figura y la obra del fundador. A esa pintura me remito: basta contemplarla con un poco de atención y el espectador quedará atrapado completamente. Es obra de plena y absoluta madurez, de momento álgido en la actividad creativa, de coincidencia en el tiempo con las famosísimas pinturas negras. Y es sobre todo una pintura de complejidad formal, y demostrativa de la capacidad real para la creación de imágenes con agudeza sensorial.

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Ultima comunión de san José de Calasanz Oleo / lienzo. 250 x 180 cm. Francisco de Goya, 1819 Museo Calasancio. Madrid

Cuando ya en un momento decisivo de su vida, a avanzada edad y con gran experiencia y conocimiento recibe el encargo de pintar este cuadro, Goya se plantea en toda su extensión el asunto y alcanza a reflejar, con admirable vibración, el muy notable cariño que trasluce.

El arte es el instrumento esencial en el desarrollo de la conciencia humana. Son palabras de Conrad Fiedler, cuya importancia como filósofo del arte llevan más de medio siglo de reconocimiento en su Alemania natal. Y la conciencia de Goya sobrepasaba con mucho el limitarse a intentar una interpretación únicamente de devoción, insípida y para salir del paso. Ante un encargo de envergadura (tanto por el tamaño del cuadro como por su destino para un altar mayor) Goya quiso y supo ser mas celeste y menos terreno, pues resulta evidente que Goya era un ser espiritual, lleno de afectos humanos y también superiores.

No se trata por tanto de mostrar una ilusión, ni siquiera la ilusión de lo real, sino de representar la realidad de la conciencia misma, la realidad subjetiva. En las fronteras del yo el área de la conciencia no tiene límites espaciales o temporales. Y a la manera de San Agustín en sus Confesiones, Goya y su penetración psicológica captan el problema implícito en la tarea de hacer de la propia vida interior algo inteligible y creíble para otros hombres.

Buen planteamiento, desde luego, para cumplimentar un encargo que sin la menor duda tanto le complacía, que le proporcionó la gran alegría de intentar hacer una pintura que lograrse ser espejo para otros, ser objeto de atenciones y ser él mismo imitado y admirado y testigo para la posterioridad, ejemplo, modelo y elemento útil para otros seres sensibles. ¿Y cómo no serlo, cómo no alegrase inmensamente si pudo llegar a ser la voz de quienes claman en silencio al corazón de todos? ¿Cómo no alegrase de poder transmitir sentimientos elevados? ¿de ser el vehículo elegido por los frailes que le educaron para ser él, precisamente él, el encargado de mostrar al mundo la sublime belleza de la verdad de un santo postrado en su totalidad ante la Eucaristía, precisamente en el día de su muerte?. Sí, la última comunión de Calasanz antes de pasar a un estadio superior. De encontrar la paz última y definitiva delante de todos aquellos a quienes más quería en el mundo. Sus hermanos en la orden, sus alumnos y sus creencias más profundamente sentidas. A Goya se le ofrece transformar lo místico en arte y para lograrlo va a presentar una faceta externa de la realidad interna de Calasanz.

Goya logra salir airoso de semejante reto y consigue finalmente pintar este cuadro en el estado emocional que buscaba con tanto ahínco y traducir formalmente ese mundo interior del sentimiento. Un cuadro cuya imagen sigue hoy siendo eterna y resistiendo con la misma agudeza sensorial que en aquel lejano y decisivo 1819.

 

Gonzalo de Diego